domingo, junio 01, 2008

Siempre que vuelves a casa (después de ir al espacio) me pillas en la cocina... embadurnada de harina, con las manos en la masa.

Una de las imágenes que con mayor frecuencia aparece en el cine de ciencia ficción es aquella en la que los miembros de la tripulación de una nave espacial se mueven con total libertad por su interior, de la misma forma en que lo harían si caminasen por la superficie de nuestro planeta.

Lo anterior es completamente imposible a menos que la nave espacial disponga de un sistema capaz de generar una pseudogravedad o gravedad artificial, lo cual puede conseguirse haciendo que la nave describa un movimiento de rotación, provocando, a su vez, que la fuerza centrífuga haga las veces de gravedad, como se puede ver en las preciosistas escenas de 2001, una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968). Por supuesto, también puede suceder que la acción se desarrolle en un futuro tan lejano que su ciencia haya alcanzado el nivel suficiente como para haber sido capaz de manejar la gravedad a su antojo, tal y como les sucede a los protagonistas de Titán A.E. (Titan A.E., 2000), por citar sólo una.

Sin embargo, en la inmensa mayoría de todas esas películas, jamás se alude a sistema alguno ni a física remotamente próxima a la que conocemos hoy en día para justificar esa misteriosa presencia de gravedad. Así, en ocasiones, podemos contemplar a los intrépidos tripulantes llevando a cabo todo tipo de acciones y tareas que, por otra parte, resultarían harto complicadas en una situación real de ingravidez o, más correctamente, microgravedad, como la que experimentan continuamente nuestros astronautas. Me refiero, en concreto, a algo tan habitual y cotidiano como cocinar y comer. Y de eso quiero hablaros en esta entrada.

Supongo que vosotros mismos recordaréis varias películas donde se puede apreciar cómo los viajeros del espacio se preparan suculentos almuerzos y se los zampan como si nada. Me vienen a la memoria, por ejemplo, escenas como la del bullicioso ágape de la tripulación de la Nostromo en Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979) a base de café, cereales, etc.; o la de la increíble exhibición culinaria del cocinero chino dale que te dale al “wok” en Sunshine (Sunshine, 2007).



Aunque parezcan acciones de lo más habituales, aquí en la Tierra, en el espacio no resultan tan sencillas de llevar a cabo. Y no me estoy refiriendo únicamente a la situación de microgravedad en la que flotan los astronautas verdaderos, la cual provoca situaciones y fenómenos un tanto peculiares que es preciso tener en cuenta cuando se envían las misiones al espacio y que tienen un alto coste económico.

Bien, veamos, ¿con qué dificultades se encontraría un miembro de la tripulación de una nave espacial si no hubiese gravedad artificial y pretendiese prepararse un suculento almuerzo? Suponed, por ejemplo, que quisiese ingerir un pedazo de pan, simplemente. Todos sabemos que si el pan no está recién horneado, se desmigaja muy fácilmente. Como todos los objetos dentro de la nave, cápsula o módulo se encuentran en caída libre, las migas andarían flotando por todo el interior del habitáculo, dispersándose y, lo que es peor, podrían deteriorar seriamente sistemas delicados del vehículo espacial. Para evitar esto, es necesario almacenar los alimentos bien enlatados, o en forma de bolas normalmente deshidratadas, o también encerrados en recipientes, ya sean rígidos o flexibles. De hecho, desde la década de 1980 la agencia espacial norteamericana, la NASA, sustituyó el pan por tortillas de harina similares a las que nos dan en los restaurantes mejicanos, las cuales además de no producir migas, pueden conservarse hasta 18 meses.

Los condimentos, como pueden ser la sal, la pimienta o cualquier otro que habitualmente usamos en forma de granos, han de llevarlos consigo en forma líquida. A la hora de ingerir los alimentos deshidratados, como pueden ser el queso o la pasta italiana, se hace uso de un dispensador de agua disponible a bordo. El líquido elemento se inyecta por una válvula incorporada en el recipiente o envase donde se encuentra el alimento y éste queda listo para ir directo a la boca. Excepcionalmente, puede incluso haber agua caliente o algún pequeño refrigerador, pero su uso está bastante restringido debido a las necesidades críticas de energía. En otras ocasiones, la comida se calienta en un horno a temperaturas entre 70 ºC y 85 ºC, que suele estar compuesto por dos compartimentos. Uno de ellos utiliza un sistema de convección para los envases de tipo rígido; el otro funciona mediante conducción de calor y se emplea con los envases flexibles.



Una vez que se ha elegido el menú (los astronautas pueden hacerlo, pero siempre supervisados por un nutricionista), los diferentes bocados se colocan sobre una bandeja, siendo encajados los distintos recipientes mediante el empleo de velcros. Si los cubiertos son metálicos, se sujetan con imanes. Por último, la bandeja se sujeta a una pierna del astronauta mediante una correa. No es lo mismo, pero esta realidad se parece bastante a la escena que se ve en 2001, una odisea del espacio, mientras se alimenta Dave Bowman.

Pero sigamos con la ficción por un momento y volvamos a nuestros amigos de la Nostromo, antes de ser masacrados por la criatura de verde sangre ácida. ¿Cómo tomarse un café o servirse un vaso de agua, en estado de microgravedad? Pues tampoco resultaría nada fácil el asunto. Cuando intentasen inclinar la jarra, la cafetera o la botella para verter el líquido en la taza o en el vaso, comprobarían que aquél no caería, permaneciendo obstinadamente en el interior del recipiente que lo contuviese. En presencia de gravedad, la cosa es mucho más sencilla, pero cuando todos los objetos están en caída libre, ninguno se acelera más que otro y se hace necesario obligarlos a ello. No queda más remedio que sacudirle un buen mamporro al envase y al instante veremos cómo se forman gotas de distintos tamaños de café, agua o refresco. Y digo bien, se forman gotas, no cae ningún chorro, como sucede en la Tierra, y esas gotas pueden ser tan grandes como fuerte pueda ser el golpe que le asestemos al recipiente. Además, serán perfectamente esféricas, ya que las únicas fuerzas que actúan sobre ellas son las de carácter intermolecular, responsables de la tensión superficial. El que sean completamente esféricas es debido a que a igualdad de volumen, la esfera es el cuerpo geométrico con menor superficie.

Y aquí no terminan los problemas, pues si se pretendiese verter las gotas en la taza o el vaso, veríamos que el líquido comenzaría a extenderse por toda su superficie, primeramente por la interior y luego por la exterior, convirtiendo en una situación un poco pringosa y asquerosa la “hora del té”. La forma de solucionar esta molesta inconveniencia consiste en hacer lo que en física de fluidos se llama “que el líquido no moje al sólido” y esto depende de las características particulares del líquido que estemos utilizando (en nuestro caso, agua, aunque sea mezclada con un poco de café o unos polvitos con sabor a naranja o similar). Por ejemplo, si se empleara mercurio, no habría problema, pues éste “no moja al sólido”, aunque tomarse una taza de mercurio no resultase nada vivificante. ¿Cómo hacer, entonces, que el café o el refresco no mojen el recipiente? Sencillamente, engrasando ligeramente este último con un poco de aceite, por ejemplo.

En los párrafos anteriores he dado por supuesto que la teniente Ripley y compañía han sido capaces de calentar y hervir el agua para hacer el café. Pero, ¿cómo hacerlo en ingravidez? En primer lugar, más les valdría disponer de una placa vitrocerámica, pongamos por caso, ya que cualquier intento de utilizar una llama (una cocina de gas, sin ir más lejos) presentaría también algunas dificultades técnicas, ya que cuando arde una llama siempre se producen como resultado de la combustión gases como el anhídrido carbónico y vapor de agua, los cuales son incombustibles. Como permanecen al lado de la llama debido a la microgravedad, el fuego arde muy débilmente y se apaga enseguida. Con el fin de mantenerlo vivo hay que remover continuamente el aire, soplando, abanicando o de cualquier otra forma parecida. Una vez mantenida encendida adecuadamente la llama, al calentar el agua en la cafetera, el líquido emplearía un buen rato en hervir debido a la ausencia de circulación de las distintas capas de fluido. En la Tierra, cuando calentamos agua en un recipiente, las capas líquidas en contacto con el fuego, ascienden a la superficie, dejando espacio para que se calienten las capas más frías que descienden hasta el fondo del recipiente. De esta manera, se propaga el calor por todo el volumen del agua y la ebullición se produce en un tiempo más o menos corto. En ingravidez, este ascenso y descenso de las capas de líquido no tienen lugar y el agua sólo se calienta por la parte inferior, la que está en contacto con el fuego. La solución pasaría por hacer algo parecido a lo que hacemos cuando cocinamos arroz con leche, es decir, revolver continuamente.



Por último, aún resulta más osado freír comidas más o menos exóticas, como carne de rata, pollo con almendras, o perro agridulce con o sin tres delicias en el “wok” del chef-genio Trey en Sunshine. A poco que se intentase y no contasemos con nuestra vieja compañera la gravedad, los vapores que se formarían entre los alimentos y la superficie del wok, se volatilizarían violentamente en pequeñas explosiones, lanzando por los aires pedacitos de carne "poco hecha". ¡Bon appétit!

No hay comentarios: