lunes, noviembre 12, 2007

"La Cuarta Noche" Capítulo 4

IV. La llamada



Segundo día en Azif’Al. Apenas había dormido aquella noche y bajó al desayuno donde nadie comentó nada sobre los ruidos que escuchó en el cuarto piso. ¿Acaso se estaba volviendo loco? ¿Nadie más había oído los ruidos del desván? El elfo tenía la sensación de que aquella habitación, de que toda la casa no emitía un ambiente “sano”. Otra cosa llamó la atención de Lesch, el orco no estaba en la mesa; al parecer se había marchado con todas sus cosas. Se acercó a preguntar a la bella Nymphodel porque se había marchado, y ella le contestó que un compañero del escuadrón del orco pasó a recogerlo.

Hastiado del antiguo caserón, y con la necesidad de aire fresco, Lesch decidió salir a dar una vuelta por el pequeño pueblo. Amariel, la humana, le acompañó en su pequeña excursión por Azif’Al. Fue una vuelta breve por el pueblo, visitando la Iglesia que permanecía cerrada a cal y canto, y la plaza donde estaba la estatua de un humano con su portentosa armadura, cuya inscripción al pie de la columna rezaba “En Honor al Gran Lord Kadoz’Al”.


Las horas pasaban lentamente. Llegó la cena, y luego de nuevo Lesch en su habitación entretenido con el crujir de las maderas de la casa.



Boom, boom!!!



De nuevo, los dos golpes en la puerta de abajo y el crujir de la puerta principal al abrirse. Una nueva llamada; un nuevo nombre que recorría toda la casa. Unas pisadas a toda prisa y se oyó cerrar la puerta principal. Aquel ruido de pisadas no podía ser otro que el gnomo. Al poco tiempo, desde el piso superior volvieron los lamentos, quejidos y arañazos contra la madera. Desesperado, el elfo se tapó los oídos pero incluso así los ruidos no se iban. Su corazón parecía salirse del pecho. Sin saber que hacer, abrió la ventana y se asomó para ver si un poco de aire fresco le calmaba. Todo lo contrario, pues lo que vio le inquieto aún más. Decenas de habitantes de Azif’Al, de todas las razas (orcos, elfos, humanos, gnomos, nagas, trolls) marchaban en silencioso séquito, antorcha en mano hacía la Iglesia. Aquella extraña procesión de figuras encapuchadas heló la sangre del elfo. Cerró la ventana y volvió a la cama. Aquello debía ser una pesadilla. No tenía otra explicación.


Tercera mañana en Azif’Al. La niebla seguía sin dar tregua a las calles del pequeño pueblo. En el desayuno, pudo comprobar que el gnomo no estaba y que de nuevo nadie comentaba los ruidos de la buhardilla de la casa. Además solo les acompañaba la mayor de las hermanas; Lisphodel.


Llamaron a la puerta, y la sin’dorei de pelo plateado recibió a un elfo de la sangre que por lo visto pasaría unos días para reposar de unas heridas y así proseguir su camino más adelante. Lesch observó la escena y decidió subir a la habitación. Al subir, vio en el pasillo del segundo piso la figura de Nymphodel que entraba en una habitación. Movido por la curiosidad, sigilosamente se acercó al umbral de la puerta donde había entrado la elfa y asomó la cabeza. Allí pudo ver a la elfa arrodillada ante una figura envuelta en ropajes oscuros sentada sobre una silla de ruedas. A la mente le vino la figura que vio fugazmente en el pasillo del segundo piso el primer día en la casa. Nymphodel estaba acomodándole la ropa a la criatura sentada sobre la silla de ruedas. El keldorei no pudo ver nada más que la toga y la capucha sin correr el riesgo de ser detectado. Sacó la conclusión que fuese lo que fuese que se ocultase bajo esas telas negras, era extremadamente delgado.

Llegó la noche. Lesch tumbado en su cama pudo oír las dos llamadas a la puerta principal.



“Amariel”



De un salto de incorporó y bajó a toda prisa las escaleras. Desde el último rellano vio la puerta principal abierta, y la humana, con cara de preocupación, a punto de cruzarlo. Amariel, antes de que diese el último paso, giró la cabeza y vio a Lesch que le observaba desde la escalera. La humana bajó la mirada y marchó de la casa. Él sabía que no la volvería a ver jamás.

Resignado, el kaldorei subió hacia su habitación. En el pasillo del segundo piso volvió a ver aquel ser oculto tras las vestimentas negras sobre la silla de ruedas. Entonces vio las cadavéricas manos sobre las ruedas de su silla. Eran pálidas, huesudas y no más gruesas que dos de los dedos del elfo. Continuó subiendo peldaños hasta su habitación. De nuevo los ruidos de la buhardilla; varios golpes secos, arañazos sobre la madera, quejidos….Ya no podía soportarlo más. Se asomó por la ventana y volvió a ver el séquito de figuras encapuchadas entrando en la Iglesia. Sin pensárselo dos veces, cogió una daga y una varita de su mochila y saltó por la ventana. Estaba decidido a averiguar que tramaban los habitantes de Azif’Al. Con sigilo y amparándose entre sombra y sombra llegó hasta la puerta de la Iglesia, donde ya hacía que el último encapuchado había entrado. Ningún ruido provenía del interior. Abrió un poco y echó un vistazo. No había nadie.
Entró.
Bajo el altar se veía una pequeña rendija de donde provenía luz. Movió el altar y vio una escalera tallada en la piedra que conducía a una gruta subterránea. Bajó unos peldaños y aguzó los sentidos.



….



Algo debió oír porque a los pocos segundos corría de vuelta a la casa Oggoth. Una vez en su habitación intentó conciliar el sueño sin poder quitarse de la cabeza los cánticos rituales y el familiar alarido de terror que oyó en la gruta bajo la Iglesia. Su instinto no le había fallado; no volvería a ver a Amariel.

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