Mail para Alexander

Mi muy apreciado Alexander,
Me alegra poder comunicarte que todo el asunto de la acusación que pesaba sobre nuestro grupo ha concluido satisfactoriamente. Nuestras pesquisas nos llevaron a la conclusión que el asesinato de los dos Toreadores había sido llevado a cabo por alguien que controlaba, aunque los acontecimientos hayan desvelado que burdamente, las artes animistas, grupo de magos supuestamente extinto desde el siglo XVII.
El devenir de nuestra aventura llevó a mis nuevos compañeros a un enfrentamiento heroico contra un alumno de la capilla Tremere de Barcelona, quien desconocedor de la maldición que pesaba sobre todo aquél que lo usase se valía de un cetro de magia animista para dar vida a las estatuas y dirigirlas contra nosotros. El alumno en cuestión, un vampiro llamado Sephiroth, acabó víctima de su vileza convertido en una estatua viviente y posteriormente aniquilado en nuestras manos.
Gracias al diario personal del fallecido y a las pintadas que encontramos en su guarida hemos podido saber que lo que le llevó a perpetrar esos crímenes era una gran ansia de poder. Ello nos ha servido de prueba para que el Consejo nos absolviese, pero no dejo de considerar poco lógico que un vampiro capaz de hacerse con un cetro de magia animista, a bien seguro muy protegido, y de enfrentarse contra nosotros usando artes Asamitas de gran nivel de Extinción sea lo suficientemente inepto como para ir dejando pruebas de sus actos. No pongo en duda que fuesen las ansias de poder lo que llevó al desgraciado Sephiroth a verse envuelto en esta situación, mas me resistó a pensar que sólo él estaba implicado.
Dejando a parte mis divagaciones y teorías personales, que te aseguro intentaré comprobar, sólo quiero añadir para acabar que en el momento de la lucha final advertimos al príncipe de nuestra situación exacta sin que él hiciese nada para que la Mascarada quedase preservada, además del hecho de que no convocó el Consejo hasta que le insistimos a ello.
Me despido ya agradecido por la confianza que despositas en mí.
Hans Schirmer.