martes, marzo 15, 2005

Hans

Mi nombre es Hans Schirmer. Nací a principios de los años 50 en un pequeño pueblo alemán fronterizo con Suiza, cuya única fuente de ingresos era la fábrica de calzado de mi padre, Klauss Schirmer. Él me enseñó a despreciar aquellos que no ambicionan nada y me mostró, con las palizas que daba a mi madre, una mujer española llamada Ana, que la naturaleza humana es mezquina. Le odiaba, pero dependía de él para salir de aquel villorrio insulso y alejarme de pueblerinos sin objetivos.
Bajo sus órdenes y con sus influencias llegué a la temprana e incierta edad de 22 años a entrar como asesor en un importante banco de Suiza. Mis conocimientos de alemán y español, junto con mi capacidad para utilizar las mentes simples, que me ha mostrado el tiempo tienden a ser las que ocupan los altos cargos entre los mortales, conseguí ascender y dirigir la sección latinoamericana del banco. Eso fue poco antes que a finales de los setenta la OPEP anunciara que cerraba el suministro de petróleo a los países del norte.
Aquella noticia commocionó el mundo y creció el recelo de los grandes ricos de América del Sur, aquellos que se han enriquecido gracias a actividades ilegales ampliamente conocidas hoy en día. Entonces recibíamos casi a diario algún "lugarteniente" que quería asegurar sus ahorros. Una tarde fue diferente y en lugar de entrar en mi oficina un hombre de mediana edad seboso, con bigote y con mirada de miedo, entró una mujer morena, de mediana estatura y de no más de treinta años. Era Katerina. Procedía de Buenos Aires y, al parecer, era una de las mujeres más ricas del mundo. Yo no había oído hablar nunca de ella, pero eso era típico en el blanqueo de dinero: gente desconocida o gente que no querías conocer. Ya había anochecido, puesto que ella, por motivos hoy evidentes, no quería verse conmigo de día.
Enseguida supe, no sé cómo, que ésa era la oportunidad que había esperado, la oportunidad de escapar de mi padre y ser libre, aún antes de saber lo que me sería ofrecido. Mi ambición, mi seguridad y mi capacidad de decisión la convencieron de mi respuesta sería afirmativa. Al poco tiempo fui abrazado.
Se abrió un mundo para mí. Los humanos eran ahora fáciles de manejar, sus mentes como arcilla y sus cuerpos vulnerables. Me guardé algunos nombre de "lugartenientes" sudamericanos, traficantes y militares, políticos y jueces; sin dejar de tener en cuenta aquellos que se habían refugiado en Europa. La información que de ellos tenía me fue útil, al igual que mi capacidad para influir en los mercados a través de los mortales que dirigían empresas. Me convertí en uno de esos ricos, pero nunca grande, puesto que la discreción en nuestro mundo es indispensable.
Justo después del abrazo viví en Argentina con mi sire, Katerina, quien me instruyó en algunas artes que hoy domino, como las armas de fuego y la lucha con bastón. Ella me introdujo en los círculos sociales de aquellos que dirigen la Camarilla. Sabía que había entrado en un mundo de elegidos y que ello requería unas normas, unas leyes, la Mascarada, que nunca debe ser quebrantada. Por ello, no dudé en denunciar los acontecimientos que llevaron a Katerina a ser condenada por el Consejo.
Mi honradez e integridad sirvió para que Alexander Goerin, también procedente de Alemania, quien había ocupado el vacío de poder dejado por aquellos ajusticiamientos, me otorgase su confianza. Es por ello que hoy visito Barcelona, por ello que vuelvo a Europa, porque se ha visto que alguna cosa aquí puede alterar la estructura de nuestra sociedad perfecta...

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